Era tarde y no tenía batería en el móvil. Necesitaba llamar a mi primo así que decidí utilizar una cabina.
Normalmente, en mi ciudad, las cabinas suelen ser como las de toda la vida. Esas con orejeras de cristal a los lados para que los viandantes no escuchen tus conversaciones. Verdes y azules, los colores de esa característica compañía de telefonía.
Era extraño pues en la calle donde me encontraba no había ninguna de esas sino que tan solo había una roja, como las de Londres, en una esquina. Una esquina desconocida para mi, al igual que la cabina. Me metí en ella y llamé a mi primo pero no me cogío. Y cuando salí ya nada era igual.
Me encontraba en un jardín en donde unos niños volaban una cometa. ¿Una cometa? En el aire volaba un cerdo con alas atado por una cuerdita que los niños guiaban divertidos.
Me miré los pies y bajo ellos no había hierba. Pisaba pequeños regalices de color verde. No podía ser verdad. Me agaché y arranqué uno llevándomelo a la boca. Sí. Pisaba regaliz verde.
Era un lugar hermoso aunque yo estaba tremendamente asustada porque para mi era todo nuevo. Me pellizque en el brazo. Fuerte. Muy fuerte. Hasta sangrar. Pero en vez del líquido rojo, serpentinas de colores se deslizaban lentamente hasta los dedos de las manos.
Continué caminando, con miedo, dejando atrás a los niños y mirando hacia el cielo me encontré cientos de sillones Mae West en vez de nubes, colgando de lo que yo suponía que debía ser el cielo. ¿Llovería allí? Busqué el sol y allí, en donde debía estar, brillando, observé una bombilla de bajo consumo de unos 2.000.000 de kilómetros de diámetro.
Llegué a un río con aguas cristalinas y no, una vez más no había peces nadando. Había gacelas con branquias y aletas en vez de patas.
Crucé el río por un puente hecho de alambres y llegué a un pequeño pueblo. Las personas hablaban. Los perros corrían y los coches circulaban por la carretera. Pero nada se oía. De los tubos de escape volvían a salir serpentinas de colores. De una forma casi enfermiza, todo el mundo parecía feliz.
En el medio del pueblo, había una plaza con una estatua que representaba un hombre disparando un arma. Un arma de la cuál no salía una bala, sino, serpentinas de colores. Me di la vuelta y vi a dos ancianos sentados en un banco. Uno de ellos gesticulaba más que el otro. Se levantó y comenzó a gesticular y mover los labios, cada vez más alporizado y enfurecido. De repente, sus brazos comenzaron a desintegrarse. Poco a poco, la carne y los huesos se transformaron en serpentinas de colores. Después, su cara y su cuerpo. Segundos después, el hombre volvió a ser un hombre. Se sentó en el banco, cabizbajo y paró de gritar en silencio. No discusión.
Serpentinas de colores aquí y allá. No había cajeros. Ni casas en alquiler. Ni locales cerrados. Serpentinas. Una mujer pedía limosna a la puerta de una tienda. Segundos después, serpentinas de colores. Dos mujeres se besaban en un bar y salían serpentinas de colores de entre sus labios. Una mujer caminaba decidida hacia un hombre y cada vez que pisaba, serpentinas de colores.
Las chimeneas de una fábrica. Serpentinas de colores. Un hombre trajeado con un malentín del que no salían billetes, sino, serpentinas de colores. Serpentinas de colores...
Llegué al principio del pueblo y una señal rezaba: Bienvenidos al Surrealismo, provincia de NuncaPasará.
1 comentario:
Yo he visto algo parecido, pero sin las serpentinas, y muchas, pero muchas bicicletas por todas partes. Viaja, vé mundo, te daras cuenta que en la tierra hay un lugar para cada tipo de persona. Y el nunca pasará puede que deje de tener sentido...
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