Gota

Yo no quería. No quería que eso pasara. Pero pasó. Cuando me levanté, a la una, después de dormir fatal, miré por la ventana y el sol asomaba por encima de los árboles que bordeaban el río de la milleira. Era como si cada uno de los rayos que rozaba mi piel me dijera: Arréglate y sal de casa. Pero cuando desaparecían por entre los eucaliptos, toda esperanza de recuperarme se desvanecía. Yo no quería que pasara. Pero pasó.
Me metí en la ducha. Una hora. Con el agua caliente, hasta el punto de ponerme la piel roja. Los dedos se arrugaban poquito a poco pero me daba igual. Total, siempre vuelven a su estado natural. El agua cae por mi cabeza, por mi pelo, se desliza por el vientre y sigue su camino, impasible, hasta los pies. Y se pierde. Pero otras gotas vienen detrás. Es el ciclo reproductor del agua. Nace, se desliza por la piel de un anciano, niña, mujer u hombre y se va, por las tuberías. Muere... Pienso demasiado. Siempre me pasa. Y en la ducha, más.

Yo no quería que pasara. Pero pasó. Ahora ya no había marcha atrás. Era como esa gota, esa gota que es forzada a salir del grifo, aunque no quiera. No tiene otro remedio. Yo... tampoco lo tenía.