lunes, 16 de noviembre de 2015

Ella

Entró en el bar girando cabezas con su blusa verde de encaje. Su caracolas granates y sus pozas azules resaltaban en la negrura del local.

Fue a la barra y pagó una cerveza en monedas de 20 céntimos y en medio de la pista comenzó su ritual. Su pelo era un bosque salvaje bailando una danza africana. Su cara no existía. Era una melodía sin nariz ni boca. Sus brazos, su cabeza, sus pies... Todas las extremidades se desprendían de su tronco, flotando entre las de los demás. Volaban libres, mimetizándose con las notas musicales que desprendían los altavoces.

Mientras, yo la miraba, recordando lo maravilloso que era sentir la música a su lado.

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