Entre nosotros siempre existió un calcetín mal estirado. Hubo una
herida en la boca, esa que se muerde una y otra vez. Entre nosotros
había una imprevisible baldosa rota atesorando agua, patas de mesa
enemigas de dedos de pies.
Éramos como esa cuchara
húmeda en un azucarero, como el sabor que deja un jarabe para la tos en
la boca de un niño. Sentíamos el frío que deja un edredón intentando
tocar el suelo del otro lado de la cama. Sentíamos el dolor de un
pellizco. De un cachete que da la madre a su hijo.
Teníamos dentro la rabia que guarda el árbol caducifolio al otoño y el enfado de la ola contra la roca que le frena su avance.
Cuando nos besábamos, sentíamos la misma suciedad que habita en la tapa
de un contenedor verde. Cuando follábamos, nuestros cuerpos se
estremecían con el mismo escalofrío que produce el roce de un tenedor en
un plato.
A ti y a mí nos separaba una acera en obras.
Tú estabas en la esquina de la pista. Yo en la puerta del baño. Yo era
esa moneda inaccesible debajo del sofá. Tú eras el último bote de tomate
de la alacena, situado en su parte más alta.
Sí, sencillamente, el uno con el otro éramos perfectamente imperfectos.
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