domingo, 14 de febrero de 2016

Vínculos

Entre nosotros siempre existió un calcetín mal estirado. Hubo una herida en la boca, esa que se muerde una y otra vez. Entre nosotros había una imprevisible baldosa rota atesorando agua, patas de mesa enemigas de dedos de pies.

Éramos como esa cuchara húmeda en un azucarero, como el sabor que deja un jarabe para la tos en la boca de un niño. Sentíamos el frío que deja un edredón intentando tocar el suelo del otro lado de la cama. Sentíamos el dolor de un pellizco. De un cachete que da la madre a su hijo.

Teníamos dentro la rabia que guarda el árbol caducifolio al otoño y el enfado de la ola contra la roca que le frena su avance.

Cuando nos besábamos, sentíamos la misma suciedad que habita en la tapa de un contenedor verde. Cuando follábamos, nuestros cuerpos se estremecían con el mismo escalofrío que produce el roce de un tenedor en un plato.

A ti y a mí nos separaba una acera en obras. Tú estabas en la esquina de la pista. Yo en la puerta del baño. Yo era esa moneda inaccesible debajo del sofá. Tú eras el último bote de tomate de la alacena, situado en su parte más alta.

Sí, sencillamente, el uno con el otro éramos perfectamente imperfectos.

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