sábado, 11 de febrero de 2012

La casa

Aviso: no leer en caso de estómago delicado o amante de los animales.

Nunca me gustó aquella casa. Cuando pasaba por delante de ella un escalofrío me recorría todo el cuerpo imaginándome qué podía haber dentro. Tantos años abandonada, sin más compañía que las ratas o la basura que la gente tiraba a su interior por las ventanas no dejaba espacio para buenos presentimientos.
La fachada ya no tenía un solo color desde hacía muchos inviernos: alternaba un gris cemento con un tono ladrillo, verde musgo y moho. La mitad de sus ventanas estaban rotas y sus contras de madera, arrancadas por los vecinos perezosos en talar árboles para hacer fuego en sus casas.
Un aspecto parecido tenía la finca que la rodeaba. Las flores que algún día debió haber y los setos bien podados habían sido devorados por la maleza, silvas y malas hierbas que ahora crecían a sus anchas, incluso dentro de la casa.
Pero aquel día me armé de valor. Quería ver las entrañas de aquel lugar que tantas pesadillas me había causado e introducirme en su interior para poder disipar mis temores. Nada más lejos de lo que en realidad pasó.
Fui una tarde ya que no quería enfrentarme a ella sin el amparo de la luz del sol pero aun así cogí una linterna vieja ya que probablemente habría habitaciones muy oscuras. Y con la disposición de una niña nerviosa por una gran aventura caminé hasta ella.
Entré por la puerta de detrás, sorteando las ortigas que me picaban en los pies y me encontré con un pasillo largo, el típico pasillo de las casas antiguas con las habitaciones a los lados. Sus paredes estaban desconchadas y de las plaquetas con dibujos que poblaran el suelo quedaban piezas sueltas. Abundaban escombros de todo lo que el tiempo había deteriorado y entre ellos la hierba intentaba abrirse paso. Un olor extraño invadía aquel lugar.
Entré en la primera habitación y me llevé el primer susto: era un salón, ya sin muebles. Pero en una de sus paredes todavía sobrevivía un marco con un retrato de un hombre con barba y aspecto sombrío. Tenía un gato en su regazo, el cual miraba al pintor con ojos nerviosos.
De repente, escuché un ruido. Como un maullido cansado. Salí de allí y me dirigí a la siguiente puerta. La cocina.
La luz ya no entraba por ninguna ventana así que encendí la linterna. Lo que allí vi todavía hoy hace que se me encojan las tripas. En los muebles y en el suelo había pequeñas jaulas y en su interior gatos famélicos, con la piel enferma y ojos destrozados por algún parásito o insecto. Algunos de ellos aun estaban vivos y maullaban desesperados. Otros ya habían muerto hacía meses por lo que el hedor se hacía insoportable.
Quería salir de allí lo más rápido posible pero con el pavor tropecé con algo entre mis pies. Miré al suelo y vi lo que todavía tengo fijado en mi retina: uno de los gatos, muerto, fuera de una jaula y siendo comido por miles de gusanos que huían ante mi pisotón. Uno de ellos enorme, del tamaño de una serpiente.
Corrí por el pasillo y salí de aquel cementerio. Cuando estuve ya afuera vomité todo lo que tenía en el estómago.

Todavía hoy me pregunto quién sería aquel hombre del retrato y si alguno de los gatos que allí había muerto sería el que miraba al pintor. O, quizás, todo esto tan solo fue una extraña pesadilla.

Basado en una mala noche de sueños.

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