sábado, 16 de junio de 2018

Un sueño

Aquel día él y yo decidimos bañarnos en el mar. El cielo era cemento fresco y el mar se agitaba como un bol de nata batida. Yo iba en chandal. El chandal gris, a juego con el cielo. Me quité la parte de arriba y con mi torso desnudo entré en el mar. Sumergí mi cabeza buscando las piedras más redondas y encontré una caracola que le ofrecí a él.
El mar, cada vez estaba más excitado, empujaba con movimientos frenéticos nuestros cuerpos hacia la arena y hacia el interior, hacia la arena y hacia el interior. (...) Nuestras piernas ya no podían luchar contra su fuerza, nuestros brazos flotaban como inertes palos. En un momento en el que la ola se retrajo, conseguí llegar a la arena. Él, no lo sé. (...)
Desde allí vi cómo ocurría lo inevitable. Poco a poco la costa se reblandecía, mientras el mar cortaba sus formas y derrumbaba su trazado, comiéndose todo lo que estaba a su lado. Yo estaba ya lejos de la playa, intentando buscar un refugio. Nunca tuve tiempo para asimilar lo que acababa de ocurrir.
Unos minutos después las olas ya habían llegado a los edificios del paseo. Ruido ensordecedor. Escombros, después. Soledad y miedo, a continuación.

(...) Habían pasado 100 años desde ese día. El mar no paró hasta devorarlo todo a su paso. Ahora nada de lo que conocía era como antes.

Yo medía unos cincuenta centímetros aproximadamente y gracias a eso conseguí entrar en aquel edificio. Era una antigua universidad. Allí se habían quedado resguardadas algunas personas que sobrevivían en alerta. Y allí los guardaban: ya no recordaba cómo eran, su tacto, su olor, las sensaciones que te producían al cogerlos entre las manos. En ese lugar guardaban los pocos libros que quedaban de nuestro mundo anterior. Mientras ojeaba alguno de ellos, alguien dio la voz de alarma. —Ya vienen. Han conseguido tirar abajo la puerta —Corrí. Subí por una pared agarrándome a todo aquello que podía. Algunas personas subían libros con ellos. Era su droga, su desconexión. —No podéis subirlos. La pared caerá —Ellos empezaban a agarrarse a mi propio cuerpo que resistía como podía su peso y el de los párrafos en el papel. (...)

Finalmente, consigo llegar arriba. Un pasillo. Una puerta de madera con una llave. No veo a nadie. Abro la puerta y veo otra puerta, todavía más pequeña y una nota. Llama a esta puertecita dos veces si estás en peligro.
Llamo y abren. Cinco personas en una sala de estar. Todos tienen sobrepeso. —Son 30 euros cada mes, —me dice una de ellas—: Te estamos esperando desde el día en el que todo terminó.

Esto no es el cielo, —pienso yo. Imagino que en el cielo todo es gratis.

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