domingo, 29 de marzo de 2020

Los días tranquilos

Miro por la ventana. Por las mañanas, me gusta hacerlo por la de la cocina. Los patios de los del primero están más limpios que nunca. El canario, extrañado porque su dueña le habla de confinamiento mientras él la mira a través de los barrotes, canta su melodía al sol que ya asoma entre las bragas de la del cuarto y las sábanas del noveno.

Hay algo romántico en la colada en movimiento, sábanas interpretando esa danza eólica con olor a Mimosín y calcetines danzarines que las acompañan con torpes pasos inexpertos.

Me quedo absorta mirando la pieza hasta que un par de gritos rompen el silencio y provocan un efecto mariposa en el resto de viviendas. Ruido de ollas en una cocina; objeto no identificado cae al suelo; locutor de radio enfadado por la gestión del gobierno.

Vuelvo para dentro mientras pienso qué extraño lugar me tocará limpiar hoy. Las tuberías de la calefacción, la parte de atrás de los sofás o la alacena. Organizar las conservas según calorías, según colores, según número de ingredientes, como una bibliotecaria que no sabe distinguir sus mundos.

Camino por el pasillo un rato, mientras escribo en el móvil a alguien aleatorio para que entretenga mi ruta. Mi punto de inicio es el salón, en la intersección del sofá granate con el sofá marrón. Sigo el sendero atravesando el comedor, dejando atrás el recibidor y la puerta de la cocina. A veces, miro mi imagen reflejada en el espejo. Después de esto, mi pelo va a necesitar un corte urgente. Otro grano. Cojo el pasillo y giro a la derecha. Salpicados a uno y otro lado observo nuestra pequeña sala Montiel, nuestro pequeño museo doméstico. Llego al vestidor y de ahí me dirijo a la habitación. Acaricio la manta de pelo que hay encima de la cama. Es el relevo que me hace girar para volver sobre mis pasos.

Después de comer, suena música clásica en otra de las ventanas. Me imagino que la escucha un vecino de bigote mientras toma el café, recién levantado de la siesta; que la escucha una vecina leyendo un libro con los pies en el alféizar de la ventana, con sus uñas pintadas de rojo, en su salón lleno de plantas.

Y bailo, bailo al ritmo de mi música. ¿Me imaginarán mis vecinos a mí, haciendo exactamente lo que yo hago?

Cuando el sol comienza a desaparecer, me cambio de ventana. Miro cómo se empiezan a encender las luces en los edificios de enfrente, los grandes televisores que la gente atesora en el salón, las rutinas diarias de las personas que eran desconocidas y a las que ahora les vemos la cara cada día a las ocho. Y es que, por lo menos, el sentido de la vista se ha agudizado estos días.

Más tarde, bajo a tirar el vidrio y el cartón, sin cerrar las puertas. Paso por el bar de la esquina cerrado a cal y canto y vacío los restos de la vida parada, de la vida tranquila. La calle sigue estando ahí y seguirá estando cuando esto termine. Un chico que pasea al perro me sonríe. Debe de pensar lo mismo que yo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

He podido ver, oler y escuchar todo lo que te rodea y sentir incluso el delicado tacto de la manta de pelo de tu cama. Es fantástico el relato de lo cotidiano. ¡Enhorabuena!

Ana