Las gomas detrás de las orejas y los "zapatos de salir" que se han quedado sin tacón. El ascensor, ni tocarlo. El portal se abre con un dedo y con un pie, a golpe de suave patada, lo suficientemente fuerte para que la puerta se abra para salir y se cierre detrás de ti.
Buscamos caminos alternativos que siempre deben empezar o terminar al lado del mar. La línea que lo separa del cielo es recta, infinita, certera. Es fresca y respirable. Palpable.
En el trayecto, caminas fijando la atención en aquellas cosas que pasan desapercibidas cuando el objetivo no es el camino en sí. Exploras el suelo, intentando no pisar los caracoles tempraneros que salen al sol, sin olvidar mirar al frente para conseguir el metro y medio. Algunas personas cantan en alto. Ya no hay vergüenza con las bocas tapadas.
Asfalto, tierra, hierba y baldosa.
Encuentras flores, a pie de carretera y cerca de un centro comercial. Huelen a la arena de tu playa deseada. Son lágrimas de cocodrilo de lágrimas de cocodrilo, recogidas en la palma de la mano con un tirón que suena con un cric, cric, cric.
Las
urracas preparan sus unidades familiares, sin miedo al contagio,
saltándose el confinamiento. Cuidadosamente van de árbol en árbol con
el fin de conseguir las mejores ramitas para su nuevo hogar en
construcción.
Los gorriones sienten el calor del Tinder, agitando
sus alas ante una hembra que ya tiene demasiados match para la misma
mañana. Gaviotas, tórtolas y misteriosos jilgueros piensan por qué hemos
ya salido a la calle, renunciando a su plan de colonizar poco a poco los espacios que nosotros habíamos abandonado. El llanto de un bebé al que su padre intenta dormir en brazos sale despedido por la ventana, como protesta, porque lo que él quiere es perderlo de vista un rato.
Y miras a través de esa y otras ventanas y ves los recuerdos pasados de tus vecinos. La foto del nieto que acompaña a su jugador preferido de su equipo preferido o el mueble con la vajilla que espera impaciente las comidas de domingo. Nada escapa de tus furtivas miradas.
Ves, imponentes, los altos edificios que, como colmenas organizadas, lanzan mensajes de socorro. Sanidad pública. Test. Resiliencia. Buenos días. Buenas tardes.
Los barrios que has olvidado se presentan ante ti como excavaciones en las que encontrar importantísimos hallazgos para la humanidad: una casa con un gnomo de gorro rojo; una cabra y una oveja que conviven con un perro; una jardinera improvisada entre dos bloques de edificios que Obdulia cuida con esmero todas las mañanas; dos calas rodeadas de fieitos, blancas vencedoras ante tanto verde. El hórreo que consigue imponerse ante el Patrimonio romano.
Antes de llegar a casa, compras el pan, esperando en esa cola de vecinos que, al igual que tú después de su paseo, piensan que nada ha cambiado.
El maravilloso mundo de Bridget Andre
Maravilloso o no, es el que hay.
domingo, 10 de mayo de 2020
domingo, 29 de marzo de 2020
Los días tranquilos
Miro por la ventana. Por las mañanas, me gusta hacerlo por la de la cocina. Los patios de los del primero están más limpios que nunca. El canario, extrañado porque su dueña le habla de confinamiento mientras él la mira a través de los barrotes, canta su melodía al sol que ya asoma entre las bragas de la del cuarto y las sábanas del noveno.
Hay algo romántico en la colada en movimiento, sábanas interpretando esa danza eólica con olor a Mimosín y calcetines danzarines que las acompañan con torpes pasos inexpertos.
Me quedo absorta mirando la pieza hasta que un par de gritos rompen el silencio y provocan un efecto mariposa en el resto de viviendas. Ruido de ollas en una cocina; objeto no identificado cae al suelo; locutor de radio enfadado por la gestión del gobierno.
Vuelvo para dentro mientras pienso qué extraño lugar me tocará limpiar hoy. Las tuberías de la calefacción, la parte de atrás de los sofás o la alacena. Organizar las conservas según calorías, según colores, según número de ingredientes, como una bibliotecaria que no sabe distinguir sus mundos.
Camino por el pasillo un rato, mientras escribo en el móvil a alguien aleatorio para que entretenga mi ruta. Mi punto de inicio es el salón, en la intersección del sofá granate con el sofá marrón. Sigo el sendero atravesando el comedor, dejando atrás el recibidor y la puerta de la cocina. A veces, miro mi imagen reflejada en el espejo. Después de esto, mi pelo va a necesitar un corte urgente. Otro grano. Cojo el pasillo y giro a la derecha. Salpicados a uno y otro lado observo nuestra pequeña sala Montiel, nuestro pequeño museo doméstico. Llego al vestidor y de ahí me dirijo a la habitación. Acaricio la manta de pelo que hay encima de la cama. Es el relevo que me hace girar para volver sobre mis pasos.
Después de comer, suena música clásica en otra de las ventanas. Me imagino que la escucha un vecino de bigote mientras toma el café, recién levantado de la siesta; que la escucha una vecina leyendo un libro con los pies en el alféizar de la ventana, con sus uñas pintadas de rojo, en su salón lleno de plantas.
Y bailo, bailo al ritmo de mi música. ¿Me imaginarán mis vecinos a mí, haciendo exactamente lo que yo hago?
Cuando el sol comienza a desaparecer, me cambio de ventana. Miro cómo se empiezan a encender las luces en los edificios de enfrente, los grandes televisores que la gente atesora en el salón, las rutinas diarias de las personas que eran desconocidas y a las que ahora les vemos la cara cada día a las ocho. Y es que, por lo menos, el sentido de la vista se ha agudizado estos días.
Más tarde, bajo a tirar el vidrio y el cartón, sin cerrar las puertas. Paso por el bar de la esquina cerrado a cal y canto y vacío los restos de la vida parada, de la vida tranquila. La calle sigue estando ahí y seguirá estando cuando esto termine. Un chico que pasea al perro me sonríe. Debe de pensar lo mismo que yo.
Hay algo romántico en la colada en movimiento, sábanas interpretando esa danza eólica con olor a Mimosín y calcetines danzarines que las acompañan con torpes pasos inexpertos.
Me quedo absorta mirando la pieza hasta que un par de gritos rompen el silencio y provocan un efecto mariposa en el resto de viviendas. Ruido de ollas en una cocina; objeto no identificado cae al suelo; locutor de radio enfadado por la gestión del gobierno.
Vuelvo para dentro mientras pienso qué extraño lugar me tocará limpiar hoy. Las tuberías de la calefacción, la parte de atrás de los sofás o la alacena. Organizar las conservas según calorías, según colores, según número de ingredientes, como una bibliotecaria que no sabe distinguir sus mundos.
Camino por el pasillo un rato, mientras escribo en el móvil a alguien aleatorio para que entretenga mi ruta. Mi punto de inicio es el salón, en la intersección del sofá granate con el sofá marrón. Sigo el sendero atravesando el comedor, dejando atrás el recibidor y la puerta de la cocina. A veces, miro mi imagen reflejada en el espejo. Después de esto, mi pelo va a necesitar un corte urgente. Otro grano. Cojo el pasillo y giro a la derecha. Salpicados a uno y otro lado observo nuestra pequeña sala Montiel, nuestro pequeño museo doméstico. Llego al vestidor y de ahí me dirijo a la habitación. Acaricio la manta de pelo que hay encima de la cama. Es el relevo que me hace girar para volver sobre mis pasos.
Después de comer, suena música clásica en otra de las ventanas. Me imagino que la escucha un vecino de bigote mientras toma el café, recién levantado de la siesta; que la escucha una vecina leyendo un libro con los pies en el alféizar de la ventana, con sus uñas pintadas de rojo, en su salón lleno de plantas.
Y bailo, bailo al ritmo de mi música. ¿Me imaginarán mis vecinos a mí, haciendo exactamente lo que yo hago?
Cuando el sol comienza a desaparecer, me cambio de ventana. Miro cómo se empiezan a encender las luces en los edificios de enfrente, los grandes televisores que la gente atesora en el salón, las rutinas diarias de las personas que eran desconocidas y a las que ahora les vemos la cara cada día a las ocho. Y es que, por lo menos, el sentido de la vista se ha agudizado estos días.
Más tarde, bajo a tirar el vidrio y el cartón, sin cerrar las puertas. Paso por el bar de la esquina cerrado a cal y canto y vacío los restos de la vida parada, de la vida tranquila. La calle sigue estando ahí y seguirá estando cuando esto termine. Un chico que pasea al perro me sonríe. Debe de pensar lo mismo que yo.
sábado, 16 de junio de 2018
Un sueño
Aquel día él y yo decidimos bañarnos en el mar. El cielo era cemento fresco y el mar se agitaba como un bol de nata batida. Yo iba en chandal. El chandal gris, a juego con el cielo. Me quité la parte de arriba y con mi torso desnudo entré en el mar. Sumergí mi cabeza buscando las piedras más redondas y encontré una caracola que le ofrecí a él.
El mar, cada vez estaba más excitado, empujaba con movimientos frenéticos nuestros cuerpos hacia la arena y hacia el interior, hacia la arena y hacia el interior. (...) Nuestras piernas ya no podían luchar contra su fuerza, nuestros brazos flotaban como inertes palos. En un momento en el que la ola se retrajo, conseguí llegar a la arena. Él, no lo sé. (...)
Desde allí vi cómo ocurría lo inevitable. Poco a poco la costa se reblandecía, mientras el mar cortaba sus formas y derrumbaba su trazado, comiéndose todo lo que estaba a su lado. Yo estaba ya lejos de la playa, intentando buscar un refugio. Nunca tuve tiempo para asimilar lo que acababa de ocurrir.
Unos minutos después las olas ya habían llegado a los edificios del paseo. Ruido ensordecedor. Escombros, después. Soledad y miedo, a continuación.
(...) Habían pasado 100 años desde ese día. El mar no paró hasta devorarlo todo a su paso. Ahora nada de lo que conocía era como antes.
Yo medía unos cincuenta centímetros aproximadamente y gracias a eso conseguí entrar en aquel edificio. Era una antigua universidad. Allí se habían quedado resguardadas algunas personas que sobrevivían en alerta. Y allí los guardaban: ya no recordaba cómo eran, su tacto, su olor, las sensaciones que te producían al cogerlos entre las manos. En ese lugar guardaban los pocos libros que quedaban de nuestro mundo anterior. Mientras ojeaba alguno de ellos, alguien dio la voz de alarma. —Ya vienen. Han conseguido tirar abajo la puerta —Corrí. Subí por una pared agarrándome a todo aquello que podía. Algunas personas subían libros con ellos. Era su droga, su desconexión. —No podéis subirlos. La pared caerá —Ellos empezaban a agarrarse a mi propio cuerpo que resistía como podía su peso y el de los párrafos en el papel. (...)
Finalmente, consigo llegar arriba. Un pasillo. Una puerta de madera con una llave. No veo a nadie. Abro la puerta y veo otra puerta, todavía más pequeña y una nota. Llama a esta puertecita dos veces si estás en peligro.
Llamo y abren. Cinco personas en una sala de estar. Todos tienen sobrepeso. —Son 30 euros cada mes, —me dice una de ellas—: Te estamos esperando desde el día en el que todo terminó.
Esto no es el cielo, —pienso yo. Imagino que en el cielo todo es gratis.
El mar, cada vez estaba más excitado, empujaba con movimientos frenéticos nuestros cuerpos hacia la arena y hacia el interior, hacia la arena y hacia el interior. (...) Nuestras piernas ya no podían luchar contra su fuerza, nuestros brazos flotaban como inertes palos. En un momento en el que la ola se retrajo, conseguí llegar a la arena. Él, no lo sé. (...)
Desde allí vi cómo ocurría lo inevitable. Poco a poco la costa se reblandecía, mientras el mar cortaba sus formas y derrumbaba su trazado, comiéndose todo lo que estaba a su lado. Yo estaba ya lejos de la playa, intentando buscar un refugio. Nunca tuve tiempo para asimilar lo que acababa de ocurrir.
Unos minutos después las olas ya habían llegado a los edificios del paseo. Ruido ensordecedor. Escombros, después. Soledad y miedo, a continuación.
(...) Habían pasado 100 años desde ese día. El mar no paró hasta devorarlo todo a su paso. Ahora nada de lo que conocía era como antes.
Yo medía unos cincuenta centímetros aproximadamente y gracias a eso conseguí entrar en aquel edificio. Era una antigua universidad. Allí se habían quedado resguardadas algunas personas que sobrevivían en alerta. Y allí los guardaban: ya no recordaba cómo eran, su tacto, su olor, las sensaciones que te producían al cogerlos entre las manos. En ese lugar guardaban los pocos libros que quedaban de nuestro mundo anterior. Mientras ojeaba alguno de ellos, alguien dio la voz de alarma. —Ya vienen. Han conseguido tirar abajo la puerta —Corrí. Subí por una pared agarrándome a todo aquello que podía. Algunas personas subían libros con ellos. Era su droga, su desconexión. —No podéis subirlos. La pared caerá —Ellos empezaban a agarrarse a mi propio cuerpo que resistía como podía su peso y el de los párrafos en el papel. (...)
Finalmente, consigo llegar arriba. Un pasillo. Una puerta de madera con una llave. No veo a nadie. Abro la puerta y veo otra puerta, todavía más pequeña y una nota. Llama a esta puertecita dos veces si estás en peligro.
Llamo y abren. Cinco personas en una sala de estar. Todos tienen sobrepeso. —Son 30 euros cada mes, —me dice una de ellas—: Te estamos esperando desde el día en el que todo terminó.
Esto no es el cielo, —pienso yo. Imagino que en el cielo todo es gratis.
sábado, 24 de marzo de 2018
Los días oscuros

Una ducha, quizás. Estar inmóvil, con mi cerebro apagado, mientras el agua corre. Enjabonarse una y otra vez hasta sentir los dedos arrugados.
Me miro en el espejo de aumento pegado a la pared. Mis cejas, mi ojo, mi otro ojo, mi nariz, mi boca. Mi lengua. Mis dientes. La parte inferior de la lengua, que es como un trocito de carne reptil viscosa y la parte superior, un extraño planeta acolchado. Me está saliendo un lunar en la punta de la nariz.
Dirijo la palma de mi mano de abajo, a arriba de mi espalda y, cuando ya no puede más, la volteo y me araño, de arriba a abajo, hasta que mi dorso se termina. Rascarse. Frotarse. Enjabonarse. Analizarse como si de un crítico de cine se tratase. Todo virtudes. Todo defectos.
Hago arte efímero adolescente en la mampara. Con las yemas de los dedos dibujo un corazón y lo borro. Escribo mi nombre y lo borro.
Miro la luz hasta que mis ojos lloran.
El agua caliente imprime estampados rojizos entre mis pechos. Ella se desliza tranquila, sorteando sin dificultad los obstáculos que le voy poniendo. Mi dedo atravesado, mis pezones, mi mano extendida en la barriga, mi ombligo, mi pubis. Discurre a través de mis piernas esquivando lunares y manchas, dividiéndose en afluentes hasta la desembocadura, entre los dedos de mis pies.
Cierro los ojos y escucho su caída contra el suelo porcelanoso. Plof. Trus. Plof. Trus.
Organizo carreras imaginarias con dos gotas que se han formado en la pared. Gana la de la derecha. Ahora dibujo círculos concéntricos. Los borro. Pienso en salir un segundo. Otras dos gotas me distraen. Gana la de la izquierda esta vez.
La mampara es ya el lienzo emborronado de un pintor frustrado. Cierro el grifo, de repente, bruscamente. Qué hago. Yo quería quedarme. Quería permanecer bajo el chorro unos minutos más, pero olvidé que en los días oscuros mi cerebro se apaga.
domingo, 27 de agosto de 2017
El cronómetro
No existían los años. Habían
desaparecido hacía mucho tiempo.
La edad de las mujeres se medía por el
número de ciclos menstruales que habían tenido y la de los
hombres... La de los hombres directamente, no importaba.
Algunas de mis conocidas ya habían
llegado a ese momento. Hoy me tocaba a mí y sabía que, por eso, el
resto de mi existencia ya no sería igual.
Acababa de cumplir los 150 ciclos
menstruales. Ese día llevé la bicicleta estática a un punto
limpio, tiré las infusiones y compré dos botellas de ginebra, tres
de vino, un buen pedazo de carne roja y cinco tabletas de chocolate
blanco.
Total, ya no importaba que hubieras bebido dos
litros de agua diarios, que hubieras hecho ejercicio al menos una hora al día o que decidieras no comer alimentos precocinados.
Lo que había ocurrido, resultó muy
polémico inicialmente: muchas actualizaciones en Facebook, muchos
trending topic sobre aquello.
Miles de memes, chistes, manifestaciones... Pero ahora ya
nadie se planteaba si era adecuado o no. Era así. Punto.
Esa mañana un hombre vino a instalarme
el aparato. Le dije que lo quería en la cocina. Me parecía el mejor
lugar. Así podría verlo por la mañana antes de irme a trabajar.
Era una especie de reloj digital, con
unos números luminosos. El más básico. En el mercado había otros
más avanzados pero de mayor precio y yo debía pagar un alquiler muy
alto. Me daba igual que no fuera tan específico; que no aportara
tantos datos. Al fin y al cabo, todo estaba controlado. Yo no tenía que modificar ningún parámetro.
Cuando terminó de instalarlo, decidí
ponerlo en marcha con él mismo. Al fin y al cabo, un operario eran
ya 15 días.
Cuando terminé, el mecanismo se puso
en marcha:
Esperanza de vida: 16
días.
Ah, claro. Creía recordar
que los rubios sumaban un día más.
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